jueves, 23 de junio de 2011

AURICULARES.

Sonó el timbre del recreo, ya podíamos salir y escapar un rato de las clases. Enseguida se empezó a oír el barullo general, chicos y chicas bajaban las escaleras para salir al patio. Guardé mis libros y cogí mi desayuno, un bocadillo de atún y un zumo de melocotón. Desenvolví el bocadillo y dí un primer mordisco, luego salí de la clase, y al salir, la vi a ella.

Estaba apoyada en una baranda verde, mirando aparentemente a la nada, distraída, ensimismada. Por la claraboya del techo entraban rayos de Sol que inevitablemente iban a topar con ella. Su pajiza y dorada melena caía suavemente sobre sus hombros, y la luz le concedía un brillo especial, como si de finos hilos de oro se tratara. Poco a poco, tímidamente comencé a caminar dirigiéndome a ella, pero mientras la seguía observando. Sus labios permanecían rojizos, deliciosos, como siempre. El Sol otorgaba sin quererlo un destello sobrenatural a esos labios, y desde mi punto de vista parecían estar cubiertos por millones de diminutos y preciados rubíes. Ya nos separaban pocos metros, y ella todavía no se había percatado de mi presencia. Hasta su nombre era bello y mágico, en mi mente no hacía más que repetirse su nombre, una y otra vez, sin descanso, resonando, Sandra, Sandra, Sandra…

Ya me encontraba a su lado, a unos centímetros. Continuaba sin darse cuenta de que yo estaba allí, así que le dí un pequeño y leve golpecito en el hombro, y dije: Hola.

Ella se giró, y me respondió con otro hola. No tardé ni un segundo en hacer lo que hacía siempre que la veía. Nuestras miradas se encontraron, por fin el momento ansiado, se encontraron y yo me perdí en sus profundos, nítidos y azules ojos. Unos ojos lindos, más que cualquier otros. Me hundí en ellos, me perdí en los preciosos ojos azules de Sandra.

A continuación ambos nos acercamos más, para darnos dos besos, dos besos que aunque fueran tan inocentes y simples, besos en la mejilla, yo deseaba, deseaba darle ese par de besos. Primero uno en su mejilla izquierda, en este beso su aroma me inundó, me desconcertó. Me recuperé y otro en la mejilla derecha, en este ocurrió algo sorprendente. Su aroma me seguía llenando, no era una aroma a champú o a perfume, era su olor, su esencia. Al darle ese beso me di cuenta de que en la oreja derecha llevaba un auricular, escuchaba música. No me había dado cuenta, ya que su pelo lo escondía inexorablemente. El cable blanco se confundía entre sus mechones rubios, y el auricular quedaba escondido en esa oreja. Me llamó la atención eso, le quedaba genial, con una oreja escuchaba música y con la otra me escuchaba a mí, aunque yo sólo dijera tonterías que ya ni recuerdo.

Se me escapó una sonrisilla, por lo bien que le quedaba, por lo guapa que era, porque me gustaba tal y como era. No me había percatado, pero aún mi mano estaba apoyada en su cintura. Yo había acercado a Sandra un poco a mí para darle los besos, y mi mano se había quedado ahí, aunque creo que ella tampoco lo notó. La retiré rápidamente. Los minutos pasaron velozmente, era hora de despedirse, ya habíamos pasado unos momentos, unos instantes solos en la inmensa mayoría, charlando. Le dije adiós tímidamente con la mano, ella me devolvió el saludo y me dijo con su dulce voz: chaito... Esa última palabra quedó en mí, al igual que quedó su imagen, su rubia cabellera, sus ojos azules, su nariz con un pequeño lunar en el lado, su boca, con otro lunar bajo el labio inferior, su todo. No hacía ni dos semanas que conocía a esta chica, y sin embargo sentía algo poderoso por ella, me inspiraba poesías y relatos bellos, algo que no cualquier mujer podía hacer. Me ponía nervioso al verla. Algo, no sabía, aún no sé el qué, me estaba ocurriendo, algo por ella estaba, estoy sintiendo.

Pedro J. Plaza.

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