jueves, 17 de mayo de 2012



¿NEREA COBAIN...?
BESTIA.

Jopé… esto no me gusta nada en absoluto, pero nada de nada de nada, en serio. Mala noche se alza tenebrosa ante mi opiada mirada de poeta maldito, la cosa no pinta demasiado bien que digamos. Al parecer, el lobo solitario que tiene mi corazón por morada y mi alma a modo de refugio ha despertado de su luengo letargo, está arañándome las entrañas mientras clama palpitante por su momento de gloria y locura, me susurra que es completamente irrevocable, ora le toca salir, lo he mantenido a raya suficiente tiempo, y eso pasa factura quieras que no. Tal vez esté desvariando, mas juraría por todos los dioses que siento su pelaje duro y oscuro erizarse en mi interior, lo cual significa que se está impacientando, está nervioso; por su parte, los preparativos han sido ya sobradamente confeccionados para tal ocasión. Madre del amor hermoso, qué pavor y qué temor me recorren el cuerpo de punta a punta, una y otra vez, incesantemente. ¡Horror de horrores!
Este animal salvaje resulta extremadamente sanguinario y peligroso, ¡sobre todo y esencialmente para mí! Creo que tiene comportamientos masoquistas, en cuanto tiene la mínima oportunidad atenta con odio y furia contra mi vida, que también es la suya propia, irónicamente. Tengo miedo, mucho miedo, he de escribir aprisa si quiero dejar constancia alguna de mí antes de transformarme por entero y quizá para siempre. ¿Y si no salgo de esta? ¿Y si me vence de una vez por todas y para siempre, sepultándome bajo tierra? ¿Y si hago daño a otras personas cuando pierda el control de mi conciencia?
Menudo monstruo llevo anclado aquí, y todo por aceptar aquel pacto con el inicuo Satanás para llegar a ser poeta y escritor, ¡pobre iluso fui al firmar aquel contrato, aunque no recuerde en el presente muchos detalles de aquello! Puesto que mi alma me resultaba demasiado preciada y necesaria, debí aceptar que encadenara en lo más hondo de mi ser a su bestia más infernal e iracunda, la abominación de entre las abominaciones. Tampoco puedo reprocharle nada, la verdad, me advirtió de que tarde o temprano esta despertaría de su sueño e intentaría apoderarse de mí sin reparo alguno. Probablemente lo consiga, a qué engañarme, es más fuerte e inteligente que yo, un simple y terreno mortal.
¡Socorro! ¡Apiádense de mí por favor! ¡Sálvenme de este abismo de desesperación e impotencia! ¡Tiéndanme la mano amiga por pura caridad!
 
Disculpen… mejor no se molesten por mi persona, it´s too late. Hace escasos segundos, mis ojos se han tornado imperturbables y rojos como la misma sangre, mi historia toca su fin para dejar paso a otra, a una leyenda animal.
La bestia se ha despertado… no hay nada más qué hacer, el lobo ha llegado al exterior, y ahora es él quien manda.
Aullemos juntos a la Luna llena.
Palabras que me acompañan y definen:

Amargado,
Benevolente,
Callado,
Dulce,
Escritor,
Fantasioso,
Grandote,
Hastiado,
Incomprendido,
Juzgado,
Kamikaze,
Lobo,
Mentiroso,
Natural,
Ñampeado,
Oculto,
Poeta,
Quejica,
Raro,
Solitario,
Taciturno,
Ufano,
Variado,
Whisky,
Xecudo,
Yerto,
Zagal.
Un Regalo del Escritor.

Pedro J. Plaza González.



Escribí.
    En un día no demasiado lejano, escribí esta bienhallada carta quién sabe si con el único y primordial objetivo de que en algún momento cercano ella la leyera por vez primera, y tal vez última. Habré de sentirme orgulloso, satisfecho y realizado, porque sé que ella, mi querida A., mi despareja, ahora lee este papel con curiosidad y cariño apegado.
    Regresé.
    Aquella tarde de sábado, la del 19 de Noviembre del año sagrado de nuestro señor 2011; regresé a mi hogar por una sola razón: para poder ver a mi hermano pequeño, carne de mi carne, alma de mi alma. Él estaba radiante y feliz, él era inocente y cómo no infantil. Era hermoso (lo sigue siendo), yo pensaba que era (y aún pienso), el ser más maravilloso y lindo sobre toda la faz de la Tierra; y es bastante probable, es más, estoy seguro de que yo tenía razón y hoy por hoy todavía la tengo, a ver quién se atreve a contradecirme. Pasé unos minutos agradables con él, lo besé afectuosamente en la mejilla, lo abracé con ternura casi osada… y tal y como vine, así me fui, como una sombra obscura, como una indomable criatura de la noche.
    Llovió.
    Lo recuerdo, lo recuerdo como si hubiese ocurrido ayer y lo recuerdo como lo recordaré el resto de mi larga o corta vida. Aquel día llovió, llovió como no había llovido aún en todo el santo invierno, para bien o para mal las nubes se descargaron de agua por completo al fin. Siempre me gustó la lluvia, en el presente me sigue gustando, pido que eso no cambie. Cuando salí de casa no llovía a mares, no lo hacía en aquellos instantes, sólo se derramaba una fina y tenue capa de lluvia, y yo quería que esa capa me cubriera totalmente, para hacerme sentir vivo de nuevo, para intentar renacer con elegancia y holgura inusitada.
    Me calé.
    Con estupidez, júbilo y dulzura me calé la ropa y también la piel, eso sí, gastando mucho, mucho cuidado de no empapar el paquete que llevaba protegido con tesón bajo el brazo, paquete que habría de entregarle a ella, como un regalo de cumpleaños especial, regalo que fue precedido el día anterior (fecha real del aniversario de su nacimiento) por mi propia pluma de escritor y dos de mis libros personales: Leyendas, de Gustavo Adolfo Bécquer; y uno de mis favoritos, titulado Y decirte alguna estupidez, por ejemplo, te quiero. Por suerte y por precaución, no le cayó ni una gota al exclusivo presente. Doy gracias a Dios, ya que su valor económico y sentimental de tal modo lo merecía y lo merece, sin duda alguna.
Caminé.
Algunos minutos más y en solitario caminé dejándome rozar por la lluvia de Noviembre, al tiempo que cantaba ensimismado November Rain, de Guns N´ Roses. Continuaba sin un atisbo de necesidad por sacar y abrir mi paraguas, que en realidad ni siquiera era mío, sino de mi amada abuela; tanto da a efectos prácticos. Inevitablemente llegué al lugar acordado, donde A. y yo nos habíamos citado a priori de la fiesta de sus dulces diecisiete, sólo porque yo se lo había pedido en varias ocasiones para poder llevar a cabo mis secretas intenciones.
Esperé.
Por un teórico corto mas eterno periodo de tiempo la esperé, pero yo, impaciente e inquieto no me contuve un minuto más, en consecuencia la llamé al teléfono móvil en señal y como advertencia de que ya me encontraba en el sitio adecuado. Miré al cielo y reflexioné sobre la inaudita e infinita belleza del firmamento y los astros, y esto, inevitablemente hizo venir a mi cabeza una breve rima que anteriormente yo, el escritor, el poeta, le había compuesto a la esperada A. Doy fe de que aquella rima decía y versaba así:

Cuando miras al cielo,
cuando suspiras al aire,
no tirita una sola estrella;
tirita todo un firmamento.

Llegó.
    Mi amiga del alma y del corazón llegó al fin, con su predecible y apropiada espera. Salió del local donde sería posteriormente la celebración y en ese justo instante la llamaron, no permitiéndole siquiera saludarme como es debido. No me importó, o al menos fingí que no me importaba en demasía. La dejé charlar cuanto le fue necesario, y mientras tanto caminamos al tiempo que yo le colocaba mi chaqueta verdusca en el cuerpo. Un gesto amigable, o quizá romántico, no sé. Un gesto apropiado, ya que en el bolsillo interior de la chaqueta se hallaba algo oculto para ella.  Qué irónica y burda procedencia tenía aquella chaqueta. Era bonita… pero no era más que una chaqueta de promoción de una bebida alcohólica, un whisky, creo, por suerte eso ella no lo sabía. Ni tampoco lo sabe, hasta ahora, supongo…
    Andamos.
Sin un rumbo fijo andamos aquí y allá, paseando por el placer de pasear en una tarde tan oscura y nublada como aquella. Nos mirábamos de tanto en tanto. Yo la miraba a ella con complicidad y ella sencillamente me miraba a mí con gesto inocente e interrogante. Creo que se preguntaba para qué carámbano la había yo requerido en privado, seguro que sus pensamientos cavilaban en torno a qué tenía planeado yo aquel día de Noviembre.
Buscamos.
Unánimemente ambos buscamos un sitio algo más guarecido que las mojadas calles, no un bar ni una cafetería, simplemente algo que no estuviera tan a la vista, a la intemperie. Primero nos fijamos en un extraño techado que había junto a un parking, pero no había luz alguna, y yo necesitaba luz para entregarle mi regalo y al parecer eso ella inexplicablemente lo intuía. Volvimos atrás nuestros pasos y encontramos el portal de un bloque de pisos bien iluminado, no era el jardín del Edén, mas nos valía, nos bastaba. Así que nos paramos delante de la puerta, bajo la bombilla amarillenta que colgaba sobre nuestras cabezas. El frío parecía arreciar.
Hurgué.
Con disimulo y distracción, mientras yo le decía no sé qué cosa, hurgué en la bolsa en la cual se escondía el dichoso presente que pensaba entregarle. Extendió delicada y grácilmente sus manos y sobre ellas posé yo con expectación el paquete. Me aparté levemente hacia atrás y me dispuse a contemplar el espectáculo de su reacción, eso sí, antes le tomé una foto en la que su rostro apareció bastante sorprendido, o eso me pareció a mí.
Lo desenvolvió.
A., con encanto y feminidad desenvolvió mi regalo, que venía sólo cubierto por una bolsa de plástico cualquiera. En aquel instante, en mi opinión, pareció pararse el tiempo mientras ella descubría qué era aquello que tanto trajín había dado hasta entonces.
Se emocionó.
La hermosísima chica que se hallaba frente a mí se emocionó al percatarse de que yo le estaba regalando en aquel soplo y en aquel preciso lugar, toda, todita toda mi literatura; todas las palabras que yo había escrito en estos tres o cuatro años como escritor semiprofesional. No puedo decir que no comprendiese su emoción, de hecho, eso era lo que yo esperaba, que se emocionase como con ningún otro regalo, que le brillasen los ojos tenuemente, enjugados tal y como yo mismo los había imaginado, a punto de derramar lágrimas de agradecimiento y alegría.
Asimiló.
Sin poder asemejarlo aún, asimiló durante unos minutos que yo le acababa de entregar mi obra escrita, lo cual implicaba otorgarle gran parte de mi humilde y melancólico corazón. A. no paraba de decir en alto que no podía creerlo, y eso me gustaba, me agradaba ver que el tiempo, el dinero y los sentimientos invertidos en aquel presente tan genuino y especial habían valido la pena, y tanto que sí. En aquel momento me sentí renacer, revivir verdaderamente; sentí que la vida valía la pena aunque fuese sólo un poquito.
Me abrazó.
La cumpleañera me abrazó calurosamente, como si no quisiera soltarme, no quisiera dejarme escapar; me abrazó transmitiéndome y haciéndome saber que me quería de un modo que no todos pueden profesar, hablándome de un tipo de amor que únicamente pueden sentir y poseer unos pocos en la vida. A., un poco ilusa, pensaba que las sorpresas se habían terminado por mi parte, pero no, todavía quedaba una más, la última de la serie.
Le susurré.
Algo nervioso y titubeante, le susurré, le incité a que mirase en el bolsillo interior de mi chaqueta, es decir, en la chaqueta que por ventura ella llevaba puesta encima. Registró en el bolsillo de manera desenfadada, y con mi ayuda encontró al fin la última maravilla: mi poema número cien, mi poesía centenaria. Créanme, gustoso incluiría aquel poema en este texto, pero no me hallo con autoridad de hacerlo, de verdad que no; ese poema le pertenece a ella, le otorgué toda potestad sobre él, reclámenselo si así lo encuentran oportuno. Eso sí, les diré una cosa: aquella poesía le encantó y le enamoró una vez más, como la primera.
Tronó.
De repente, y sin esperarlo, totalmente de improviso, el cielo tronó y comenzó a llover con furia y fuerza divinas, como si las nubes admirarán a A. con celos y envidia malsana y un tanto perruna. Abrí mi paraguas (al fin), y los dos nos guarecimos bajo él, y agarrados el uno al otro, juntos caminamos con un solo paraguas bajo la lluvia, escenificando la típica claqueta de película romántica y amorosa. En esa ocasión, no me molestó que aquello fuese un cliché.
Llegamos.
Muy a mi pesar, y siendo sinceros, un poco en contra de mi voluntad, llegamos al punto de partida, al local de su fiesta. Nos sonreímos mutuamente unos segundos, y con un abrazo más nos despedimos hipotéticamente, y entramos al interior del inmueble, ambos con una gran sonrisa; iniciando, quién sabe, una nueva etapa de nuestras vidas, pido por favor que no me malinterprete nadie.
Suspiré.
Sabiendo que me bastaba con mirar y oír como tú, A., respiras, respiro.