jueves, 17 de mayo de 2012



¿NEREA COBAIN...?
BESTIA.

Jopé… esto no me gusta nada en absoluto, pero nada de nada de nada, en serio. Mala noche se alza tenebrosa ante mi opiada mirada de poeta maldito, la cosa no pinta demasiado bien que digamos. Al parecer, el lobo solitario que tiene mi corazón por morada y mi alma a modo de refugio ha despertado de su luengo letargo, está arañándome las entrañas mientras clama palpitante por su momento de gloria y locura, me susurra que es completamente irrevocable, ora le toca salir, lo he mantenido a raya suficiente tiempo, y eso pasa factura quieras que no. Tal vez esté desvariando, mas juraría por todos los dioses que siento su pelaje duro y oscuro erizarse en mi interior, lo cual significa que se está impacientando, está nervioso; por su parte, los preparativos han sido ya sobradamente confeccionados para tal ocasión. Madre del amor hermoso, qué pavor y qué temor me recorren el cuerpo de punta a punta, una y otra vez, incesantemente. ¡Horror de horrores!
Este animal salvaje resulta extremadamente sanguinario y peligroso, ¡sobre todo y esencialmente para mí! Creo que tiene comportamientos masoquistas, en cuanto tiene la mínima oportunidad atenta con odio y furia contra mi vida, que también es la suya propia, irónicamente. Tengo miedo, mucho miedo, he de escribir aprisa si quiero dejar constancia alguna de mí antes de transformarme por entero y quizá para siempre. ¿Y si no salgo de esta? ¿Y si me vence de una vez por todas y para siempre, sepultándome bajo tierra? ¿Y si hago daño a otras personas cuando pierda el control de mi conciencia?
Menudo monstruo llevo anclado aquí, y todo por aceptar aquel pacto con el inicuo Satanás para llegar a ser poeta y escritor, ¡pobre iluso fui al firmar aquel contrato, aunque no recuerde en el presente muchos detalles de aquello! Puesto que mi alma me resultaba demasiado preciada y necesaria, debí aceptar que encadenara en lo más hondo de mi ser a su bestia más infernal e iracunda, la abominación de entre las abominaciones. Tampoco puedo reprocharle nada, la verdad, me advirtió de que tarde o temprano esta despertaría de su sueño e intentaría apoderarse de mí sin reparo alguno. Probablemente lo consiga, a qué engañarme, es más fuerte e inteligente que yo, un simple y terreno mortal.
¡Socorro! ¡Apiádense de mí por favor! ¡Sálvenme de este abismo de desesperación e impotencia! ¡Tiéndanme la mano amiga por pura caridad!
 
Disculpen… mejor no se molesten por mi persona, it´s too late. Hace escasos segundos, mis ojos se han tornado imperturbables y rojos como la misma sangre, mi historia toca su fin para dejar paso a otra, a una leyenda animal.
La bestia se ha despertado… no hay nada más qué hacer, el lobo ha llegado al exterior, y ahora es él quien manda.
Aullemos juntos a la Luna llena.
Palabras que me acompañan y definen:

Amargado,
Benevolente,
Callado,
Dulce,
Escritor,
Fantasioso,
Grandote,
Hastiado,
Incomprendido,
Juzgado,
Kamikaze,
Lobo,
Mentiroso,
Natural,
Ñampeado,
Oculto,
Poeta,
Quejica,
Raro,
Solitario,
Taciturno,
Ufano,
Variado,
Whisky,
Xecudo,
Yerto,
Zagal.
Un Regalo del Escritor.

Pedro J. Plaza González.



Escribí.
    En un día no demasiado lejano, escribí esta bienhallada carta quién sabe si con el único y primordial objetivo de que en algún momento cercano ella la leyera por vez primera, y tal vez última. Habré de sentirme orgulloso, satisfecho y realizado, porque sé que ella, mi querida A., mi despareja, ahora lee este papel con curiosidad y cariño apegado.
    Regresé.
    Aquella tarde de sábado, la del 19 de Noviembre del año sagrado de nuestro señor 2011; regresé a mi hogar por una sola razón: para poder ver a mi hermano pequeño, carne de mi carne, alma de mi alma. Él estaba radiante y feliz, él era inocente y cómo no infantil. Era hermoso (lo sigue siendo), yo pensaba que era (y aún pienso), el ser más maravilloso y lindo sobre toda la faz de la Tierra; y es bastante probable, es más, estoy seguro de que yo tenía razón y hoy por hoy todavía la tengo, a ver quién se atreve a contradecirme. Pasé unos minutos agradables con él, lo besé afectuosamente en la mejilla, lo abracé con ternura casi osada… y tal y como vine, así me fui, como una sombra obscura, como una indomable criatura de la noche.
    Llovió.
    Lo recuerdo, lo recuerdo como si hubiese ocurrido ayer y lo recuerdo como lo recordaré el resto de mi larga o corta vida. Aquel día llovió, llovió como no había llovido aún en todo el santo invierno, para bien o para mal las nubes se descargaron de agua por completo al fin. Siempre me gustó la lluvia, en el presente me sigue gustando, pido que eso no cambie. Cuando salí de casa no llovía a mares, no lo hacía en aquellos instantes, sólo se derramaba una fina y tenue capa de lluvia, y yo quería que esa capa me cubriera totalmente, para hacerme sentir vivo de nuevo, para intentar renacer con elegancia y holgura inusitada.
    Me calé.
    Con estupidez, júbilo y dulzura me calé la ropa y también la piel, eso sí, gastando mucho, mucho cuidado de no empapar el paquete que llevaba protegido con tesón bajo el brazo, paquete que habría de entregarle a ella, como un regalo de cumpleaños especial, regalo que fue precedido el día anterior (fecha real del aniversario de su nacimiento) por mi propia pluma de escritor y dos de mis libros personales: Leyendas, de Gustavo Adolfo Bécquer; y uno de mis favoritos, titulado Y decirte alguna estupidez, por ejemplo, te quiero. Por suerte y por precaución, no le cayó ni una gota al exclusivo presente. Doy gracias a Dios, ya que su valor económico y sentimental de tal modo lo merecía y lo merece, sin duda alguna.
Caminé.
Algunos minutos más y en solitario caminé dejándome rozar por la lluvia de Noviembre, al tiempo que cantaba ensimismado November Rain, de Guns N´ Roses. Continuaba sin un atisbo de necesidad por sacar y abrir mi paraguas, que en realidad ni siquiera era mío, sino de mi amada abuela; tanto da a efectos prácticos. Inevitablemente llegué al lugar acordado, donde A. y yo nos habíamos citado a priori de la fiesta de sus dulces diecisiete, sólo porque yo se lo había pedido en varias ocasiones para poder llevar a cabo mis secretas intenciones.
Esperé.
Por un teórico corto mas eterno periodo de tiempo la esperé, pero yo, impaciente e inquieto no me contuve un minuto más, en consecuencia la llamé al teléfono móvil en señal y como advertencia de que ya me encontraba en el sitio adecuado. Miré al cielo y reflexioné sobre la inaudita e infinita belleza del firmamento y los astros, y esto, inevitablemente hizo venir a mi cabeza una breve rima que anteriormente yo, el escritor, el poeta, le había compuesto a la esperada A. Doy fe de que aquella rima decía y versaba así:

Cuando miras al cielo,
cuando suspiras al aire,
no tirita una sola estrella;
tirita todo un firmamento.

Llegó.
    Mi amiga del alma y del corazón llegó al fin, con su predecible y apropiada espera. Salió del local donde sería posteriormente la celebración y en ese justo instante la llamaron, no permitiéndole siquiera saludarme como es debido. No me importó, o al menos fingí que no me importaba en demasía. La dejé charlar cuanto le fue necesario, y mientras tanto caminamos al tiempo que yo le colocaba mi chaqueta verdusca en el cuerpo. Un gesto amigable, o quizá romántico, no sé. Un gesto apropiado, ya que en el bolsillo interior de la chaqueta se hallaba algo oculto para ella.  Qué irónica y burda procedencia tenía aquella chaqueta. Era bonita… pero no era más que una chaqueta de promoción de una bebida alcohólica, un whisky, creo, por suerte eso ella no lo sabía. Ni tampoco lo sabe, hasta ahora, supongo…
    Andamos.
Sin un rumbo fijo andamos aquí y allá, paseando por el placer de pasear en una tarde tan oscura y nublada como aquella. Nos mirábamos de tanto en tanto. Yo la miraba a ella con complicidad y ella sencillamente me miraba a mí con gesto inocente e interrogante. Creo que se preguntaba para qué carámbano la había yo requerido en privado, seguro que sus pensamientos cavilaban en torno a qué tenía planeado yo aquel día de Noviembre.
Buscamos.
Unánimemente ambos buscamos un sitio algo más guarecido que las mojadas calles, no un bar ni una cafetería, simplemente algo que no estuviera tan a la vista, a la intemperie. Primero nos fijamos en un extraño techado que había junto a un parking, pero no había luz alguna, y yo necesitaba luz para entregarle mi regalo y al parecer eso ella inexplicablemente lo intuía. Volvimos atrás nuestros pasos y encontramos el portal de un bloque de pisos bien iluminado, no era el jardín del Edén, mas nos valía, nos bastaba. Así que nos paramos delante de la puerta, bajo la bombilla amarillenta que colgaba sobre nuestras cabezas. El frío parecía arreciar.
Hurgué.
Con disimulo y distracción, mientras yo le decía no sé qué cosa, hurgué en la bolsa en la cual se escondía el dichoso presente que pensaba entregarle. Extendió delicada y grácilmente sus manos y sobre ellas posé yo con expectación el paquete. Me aparté levemente hacia atrás y me dispuse a contemplar el espectáculo de su reacción, eso sí, antes le tomé una foto en la que su rostro apareció bastante sorprendido, o eso me pareció a mí.
Lo desenvolvió.
A., con encanto y feminidad desenvolvió mi regalo, que venía sólo cubierto por una bolsa de plástico cualquiera. En aquel instante, en mi opinión, pareció pararse el tiempo mientras ella descubría qué era aquello que tanto trajín había dado hasta entonces.
Se emocionó.
La hermosísima chica que se hallaba frente a mí se emocionó al percatarse de que yo le estaba regalando en aquel soplo y en aquel preciso lugar, toda, todita toda mi literatura; todas las palabras que yo había escrito en estos tres o cuatro años como escritor semiprofesional. No puedo decir que no comprendiese su emoción, de hecho, eso era lo que yo esperaba, que se emocionase como con ningún otro regalo, que le brillasen los ojos tenuemente, enjugados tal y como yo mismo los había imaginado, a punto de derramar lágrimas de agradecimiento y alegría.
Asimiló.
Sin poder asemejarlo aún, asimiló durante unos minutos que yo le acababa de entregar mi obra escrita, lo cual implicaba otorgarle gran parte de mi humilde y melancólico corazón. A. no paraba de decir en alto que no podía creerlo, y eso me gustaba, me agradaba ver que el tiempo, el dinero y los sentimientos invertidos en aquel presente tan genuino y especial habían valido la pena, y tanto que sí. En aquel momento me sentí renacer, revivir verdaderamente; sentí que la vida valía la pena aunque fuese sólo un poquito.
Me abrazó.
La cumpleañera me abrazó calurosamente, como si no quisiera soltarme, no quisiera dejarme escapar; me abrazó transmitiéndome y haciéndome saber que me quería de un modo que no todos pueden profesar, hablándome de un tipo de amor que únicamente pueden sentir y poseer unos pocos en la vida. A., un poco ilusa, pensaba que las sorpresas se habían terminado por mi parte, pero no, todavía quedaba una más, la última de la serie.
Le susurré.
Algo nervioso y titubeante, le susurré, le incité a que mirase en el bolsillo interior de mi chaqueta, es decir, en la chaqueta que por ventura ella llevaba puesta encima. Registró en el bolsillo de manera desenfadada, y con mi ayuda encontró al fin la última maravilla: mi poema número cien, mi poesía centenaria. Créanme, gustoso incluiría aquel poema en este texto, pero no me hallo con autoridad de hacerlo, de verdad que no; ese poema le pertenece a ella, le otorgué toda potestad sobre él, reclámenselo si así lo encuentran oportuno. Eso sí, les diré una cosa: aquella poesía le encantó y le enamoró una vez más, como la primera.
Tronó.
De repente, y sin esperarlo, totalmente de improviso, el cielo tronó y comenzó a llover con furia y fuerza divinas, como si las nubes admirarán a A. con celos y envidia malsana y un tanto perruna. Abrí mi paraguas (al fin), y los dos nos guarecimos bajo él, y agarrados el uno al otro, juntos caminamos con un solo paraguas bajo la lluvia, escenificando la típica claqueta de película romántica y amorosa. En esa ocasión, no me molestó que aquello fuese un cliché.
Llegamos.
Muy a mi pesar, y siendo sinceros, un poco en contra de mi voluntad, llegamos al punto de partida, al local de su fiesta. Nos sonreímos mutuamente unos segundos, y con un abrazo más nos despedimos hipotéticamente, y entramos al interior del inmueble, ambos con una gran sonrisa; iniciando, quién sabe, una nueva etapa de nuestras vidas, pido por favor que no me malinterprete nadie.
Suspiré.
Sabiendo que me bastaba con mirar y oír como tú, A., respiras, respiro.

jueves, 23 de junio de 2011

Relato de Mi Querida Jane.

Mi Querida Jane.

Pedro Jesús Plaza González.


Dicen que ya he sucumbido en la locura, y francamente no lo niego. Todos dicen que veo fantasmas irreales, que estoy en lugares que no existen… y es cierto.

Mi residencia actual no es otra que el Psiquiátrico Santa Cruz de la Luz, uno de los psiquiátricos más caros y desconocidos de toda Europa. Maldigo el día en que gracias a mis padres ingresé aquí. Para los que no lo sepan este lugar no es un hotel, ni si quiera podría llamarse refugio, esto es una perrera, aquí no nos tratan como personas, sino como animales. Pero no nací loco ni perturbado, yo… era un chico normal, un chico feliz. Desde que nací siempre fui muy inteligente, simpático, bondadoso, un poco guapo… no le envidiaba nada a nadie, era muy feliz. Pero todo cambió cuando inicié la adolescencia. Empecé como cualquier otro adolescente, cambios de humor, acné, rebeldía… pero hubo una parte de la adolescencia que me marcó en particular: el amor, me enamoré loca y perdidamente de una chica, y esa chica se llamaba Jane, mi querida Jane.

A pesar de mi supuesta locura, aún recuerdo perfectamente el día en que la conocí. Nunca olvidaré esa fecha, al igual que no olvidaré jamás cada detalle de ella. Era un 27 de Abril. Como cada miércoles yo iba hacia el pabellón deportivo de mi ciudad, a mi entrenamiento de baloncesto, el único deporte que amé, pero que perdió todo su sentido en cuanto la conocí a ella. Pasaba por el Parque de la Libertad, y a medida que iba caminando sacaba mi cartera de la que cogí tres euros. Sin esperarlo, se me cayó una moneda, que fue rodando hasta chocar con el borde que separaba la acera del césped. En mi mano izquierda quedaba la moneda de un euro y la cartera, y con mi mano derecha me agaché y cogí la que se me había caído. En el momento en que alcé la vista del suelo la vi, allí estaba ella, sentada en el verdoso césped del parque, sorbiendo con sus carnosos y carmesíes labios un batido de fresa, mientras el Sol radiante caía sobre su cuerpo, haciéndola insoportablemente bella. No pude soportarlo ni un instante más, así que me acerqué a ella con paso torpe, y le hablé, le hablé por primera vez.

- Ho… hola –conseguí articular.

- ¡Hola! –dijo con una voz dulce, más perfecta que la de un ángel.– ¿Quieres sentarte? –Me dijo al tiempo que señalaba un trozo de césped que había a su lado.

- Cla… claro –dije de nuevo torpemente, a la vez que me situaba a sólo unos treinta y pocos centímetros de ella. En el momento en el que estuve totalmente acomodado la miré fijamente y conseguí apreciar toda su belleza.

En tan sólo unos instantes la miré de arriba abajo unas cuantas veces, y su imagen quedó para siempre en mi afortunada memoria. Su cabello era de un rubio muy pajizo, que a la luz del Sol resplandecía como si de miles de hebras de oro se tratase. Sus claros ojos verdes en los que por unos momentos me perdí centelleaban bellos, tan hermosos… Una nariz curva tan perfecta que parecía hecha a medida y sus labios tan escarlatas y tan naturales brillando como millones de pequeños rubíes completaban su lindo rostro. Seguí bajando mi mirada hasta clavarla en sus pechos sólo cubiertos por una camiseta verde, en los que mi imaginación confeccionó un hermoso y plácido sueño sobre ellos, sólo era un breve sueño, pero tan magnífico y real al mismo tiempo… Una cintura perfecta, unas piernas esbeltas cubiertas por unos vaqueros desgastados y todo el resto de su cuerpo insultantemente divino y hermoso, me sentía una horrible abominación a su lado.

- ¿Quién eres? –Me preguntó ella sacándome bruscamente de mi pensamiento.

- Soy Robert, ¿y tú? –No sé cómo salieron, pero las palabras se deslizaron rápido por mi lengua hasta llegar a sus oídos.

- Yo me llamo Jane –en el instante en que dijo su nombre mis oídos se regocijaron de placer, mientras que mi corazón palpitaba más rápido de lo debido.– ¿Te apetece un poco de batido? –Dijo al mismo tiempo que movía el vaso, inculcando en mí un pronto deseo de aceptar la proposición.– Sino eres escrupuloso, claro está –añadió. No soy escrupuloso y aunque lo fuese, hubiera aceptado de igual modo.

- Bueno no me importaría –dije y me tendió el vaso. Tomé un sorbo, y otro sorbo. Pero el batido no era en sí el sabor que inundaba mis papilas gustativas, lo que yo saboreaba era algo sobrehumano, un sabor dulce, cálido y muy, muy agradable. Era el sabor de Jane, concretamente el de sus labios.

- E… esta muy bueno –le dije mientras le tendía el batido.

- ¿El qué, mi sabor o el batido? –Me dijo a la vez que reía pícaramente.

- ¿Eh? –Dije al tiempo que le miraba totalmente perplejo. – Pu… ¿puedes repetir?

- ¿Qué te ha parecido que está tan bueno, el batido, o el sabor de mis labios? –Me preguntó y luego pasó su dedo por la comisura de su labio inferior.

Conseguí armarme de valor, aún no sé cómo y le dije:

- Todavía no sé a que saben exactamente tus labios, así que no puedo responderte con seguridad.

Ella tranquila y relajada, segura de sí misma cogió el batido y lo sorbió durante unos instantes, luego me dijo:

- Pues si este es el sabor de tus labios saben muy bien, la verdad –dijo y después se acercó un poco a mis labios.– ¿Puedo cerciorarme de si es este sabor?

¿Qué podía decir yo? ¿Cómo pudo ella hacerme tan fácil el camino hacia sus labios? No lo sé, pero así, tal y como lo estoy contando fue. Nunca podrán borrarse ni nublarse los recuerdos de Jane, de mi querida Jane.

No sabía qué responder, así que simplemente acorté la distancia que separaba nuestros labios, hasta que la distancia desapareció y nuestros estos se unieron en el primer beso. No sé muy bien cómo describir lo que sentí en mis labios, en mi cuerpo, en mi alma, era algo inimaginable. Poco a poco un frenesí invadió nuestros cuerpos, daba la sensación de que el tiempo se paraba a nuestro alrededor, pero supongo que el beso duraría unos diez maravillosos segundos, los mejores que había vivido. No os puedo describir con palabras todo lo que fue ese beso, pero he hecho un intento.

Ella separó lentamente los labios, y con un tono muy sensual me dijo:

- Pues sí que era el mismo sabor… y me encanta –me dijo, y yo me quedé de piedra, totalmente paralizado.

- Y a mí el tuyo también, es genial –le dije y luego extendí mis brazos alrededor de su cuerpo, para después estrujarla suavemente contra mi pecho. Después del beso ya no tenía vergüenza al hablarle, al expresarle mis sentimientos, ya no tenía ni miedo ni pudor a nada, bueno, a que ella desapareciera sí. Le dí un suave beso en la frente y le dije:

- En el instante en que te he visto pensé que te amaba, pero ahora lo tengo confirmado, te amo Jane, te amo con la vida –y la abracé dulcemente, mientras confirmaba que el amor a primera vista existe.

- A mí me ha pasado igual, te amo Robert, desde ahora y para siempre –sinceramente, al oír esto pensé que estaba soñando, pero no, yo estaba allí, yo la amaba a ella, y ella me amaba a mí.

- ¿Te apetecería venir a mi casa? Mis padres están de viaje –le dije y me levanté del césped sujetándole la mano.

- Bueno… Vale si quieres que vayamos…

Durante el camino hasta mi casa charlamos sobre deportes, música, cine… de todo un poco lo que nos gustaba hacer en nuestro tiempo libre, conociéndonos más. Al llegar a mi casa nos sentamos en el sofá y tomamos un refresco, concretamente un Nestea, eso sí, a medias para ir saboreando nuestros labios al igual que con el batido. Cuando acabamos el refresco llegaron los mejores momentos de mi vida.

Me acerqué a ella poco a poco y posé mis labios en los suyos muy suavemente. Ella me respondió con un beso cálido en el que poco a poco mis labios y los suyos se unieron dulcemente, mientras nuestras lenguas jugaban y se enredaban en otro beso espléndido. Así pasaron unos minutos maravillosos entre beso y beso, y la pasión nos llenó hasta el punto de poco a poco ir jugueteando con las manos arriba… y abajo. Poco a poco la ropa nos fue sobrando a ambos, y al cabo de quince minutos nos encontrábamos totalmente desnudos y gozando el uno del otro, y bueno… Podéis imaginaros lo que pasó después, el amor se hizo pecado y gozo.

La verdad es que a mi también me sorprendió mucho que todo avanzara tan rápido. ¿Pero qué puedo deciros si la verdad es que pasó así?

Se acercaban las ocho, así que la acompañé hasta su casa, le dí un beso y me despedí. Como ya he dicho, mis padres estaban de viaje, por lo que decidí prepararme un filete de ternera acompañado de ensalada, me lo comí, me lavé los dientes, tomé una ducha y me dormí en mi cama. Durante toda la noche soñé con ella, con mi querida Jane. Soñé como hacía unas horas la conocí, como la besé, como hicimos lo que hicimos, y en como podría ser nuestro futuro, pero lo que yo no sabía es que no tendríamos futuro…

Me desperté temprano, y lo primero que hice fue coger el móvil y llamar a Jane. Pero no contestaba. La llamé unas treinta y pocas veces en el día, pero ni una sola de ellas me contestó. Al día siguiente repetí la misma rutina pero obtuve igual resultado. Parecía que Jane había desaparecido. Pero entonces al tercer día después de haber pasado dos días completos preocupado por ella, pensando en ella, me llamó:

- Buenos días amor –me saludó muy melosamente, llamándome sensualmente amor. Amor…

- Hola cielo, ¿qué te ha pasado? ¿Dónde estabas?

- Perdóname Robert, por favor perdona es que…

- No importa, necesito verte de nuevo, lo antes posible, ¿a qué hora puedes quedar?

- Bueno vale ya allí te lo explico. ¿Qué te parece a las diez en el lugar que nos conocimos?

- Perfecto cielito, nos vemos allí, ¿vale?

- Claro, nos vemos, te quiero vida.

- Y yo a ti.

- Por siempre jamás amor.

Y colgamos al mismo tiempo. Que terrible me resulta recordar la siguiente parte de la historia, pero ya he empezado y he de acabar de contarla.

Desayuné unas tostadas con aceite y un café, me vestí y salí a la calle. De camino al parque pasé por una floristería y compré una rosa roja para Jane, una rosa que tendría un destino que nadie esperaba…

Llegué al parque a las diez menos diez, así que me senté en el césped a esperar tranquilamente a Jane. Mientras esperaba contemplaba el cielo azulado.

Se acercaban las diez cuando vi a Jane aparecer por la otra acera. Me levanté del césped y fui corriendo hacia el paso de cebra. El semáforo estaba en rojo y quedaban cuarenta y tres segundos para que se pusiera en verde. Estábamos tan cerca y a la vez tan lejos, yo en una acera y ella en otra. Las ganas de vernos, abrazarnos, acariciarnos y besarnos eran incontenibles, los segundos pasaban como horas. Todavía quedaban treinta segundos. Jane llevaba puesta una blusa blanca que realzaba sus pechos, junto con una preciosa minifalda roja, para variar estaba increíblemente bella y hermosa. Ya sólo quedaban diez segundos. No podía aguantar más, necesitaba cruzar ya. Cinco segundos, cuatro, tres, dos, uno, cero, semáforo en verde. Podíamos cruzar. Curiosamente no se veía ya ni un coche en la calle, y las únicas personas que habían a nuestro alrededor eran un grupo de ancianos que charlaban animadamente en el parque. Comencé a correr hacia Jane, y ella también comenzó a correr hacia mí. Y justo en el centro del paso de cebra nos encontramos en un dulce y eterno abrazo. Acerqué mis labios a los suyos y la besé unos instantes, sólo unos instantes. De repente se escuchó el ruido del motor de un coche, que a juzgar por el tremendo estruendo debía de ir a unos cien kilómetros por hora, creo. Ambos nos giramos para ver como venía hacia nosotros un coche negro a toda velocidad, el maldito coche que se llevaría la vida de Jane, mi querida Jane.

No nos dio tiempo a reaccionar, y el demente que llevaba el coche no frenó. Los dos fuimos arrollados fuertemente por el coche, con tan mala y cruel suerte de que ella murió en el acto y yo sobreviví. Segundos después del accidente me levanté y corrí a donde yacía Jane. Estaba en el suelo boca arriba totalmente ensangrentada. Su pelo dorado tenía manchas rojizas, sus bellos labios manaban sangre a borbotones, y sus ojos permanecían aún abiertos. Su preciosa blusa blanca estaba rasgada y totalmente tintada con el color de la muerte, hasta el punto que no se distinguía la blusa y la falda, todo era del mismo color, todo era sangre. Sus manos permanecían en su pecho enlazando algo un poco más rojo que el resto: la rosa que yo le había regalado hace unos instantes, mi último regalo para Jane. Empecé a zarandearla pero no despertaba, la cogí de la mano y empecé a gritar su nombre. Pero ella sólo tuvo la bondad y la fuerza de decirme: Te amo Robert.

Y murió, dejó este mundo, me dejó a mí, lo dejó todo. No supe que hacer, me sentía impotente, inútil, una basura por seguir viviendo mientras ella estaba muerta. Comencé a aporrear el suelo con todas mis fuerzas para desahogarme, pero no era suficiente, también tuve que gritar a todo pulmón su nombre, y llorar, lloraba totalmente desconsolado. Finalmente el agotamiento pudo conmigo y me dejé caer sobre Jane, deseando, esperando dormirme y no volver a despertar. Pero días después volví a despertar en un hospital rodeado por mis padres y amigos.

Ellos se mostraron alegres al verme despertar, pero yo no, y por mucho que me abrazaran o hablaran yo no les respondí, no merecía la pena. Y entonces empezaron las pesadillas, revivía el momento de la muerte de Jane, y en ciertas ocasiones mi imaginación creaba su fantasma con el que me pasaba horas charlando. Escuché que el psicópata que nos había atropellado a mí y a Jane no era más que un asqueroso borracho al que sólo le habían condenado seis años de cárcel, no era suficiente, claro que no. Después de esto los médicos no tardaron en declararme loco, y mis padres no tardaron en mandarme al psiquiátrico en el que hoy me encuentro.

Todo esto ocurrió hace cuatro años. Y aquí estoy, acabando de escribir mi trágica historia y esperando adentrarme totalmente en la locura, morir de pena y llanto o sucumbir al infame suicidio. Pero todavía hoy una duda corroe mi cuerpo y colma mi corazón: ¿Realmente existen el cielo y el infierno? Es decir, ¿realmente habrá otra vida después de la muerte en la que me reuniré con Jane? No lo sé la verdad, pero no me importa lo que me pase, sólo quiero y deseo volver a estar con Jane, con mi querida Jane.

Robert Williams.

Psiquiátrico Santa Cruz de la Luz, 11 de Enero de 2010.

AURICULARES.

Sonó el timbre del recreo, ya podíamos salir y escapar un rato de las clases. Enseguida se empezó a oír el barullo general, chicos y chicas bajaban las escaleras para salir al patio. Guardé mis libros y cogí mi desayuno, un bocadillo de atún y un zumo de melocotón. Desenvolví el bocadillo y dí un primer mordisco, luego salí de la clase, y al salir, la vi a ella.

Estaba apoyada en una baranda verde, mirando aparentemente a la nada, distraída, ensimismada. Por la claraboya del techo entraban rayos de Sol que inevitablemente iban a topar con ella. Su pajiza y dorada melena caía suavemente sobre sus hombros, y la luz le concedía un brillo especial, como si de finos hilos de oro se tratara. Poco a poco, tímidamente comencé a caminar dirigiéndome a ella, pero mientras la seguía observando. Sus labios permanecían rojizos, deliciosos, como siempre. El Sol otorgaba sin quererlo un destello sobrenatural a esos labios, y desde mi punto de vista parecían estar cubiertos por millones de diminutos y preciados rubíes. Ya nos separaban pocos metros, y ella todavía no se había percatado de mi presencia. Hasta su nombre era bello y mágico, en mi mente no hacía más que repetirse su nombre, una y otra vez, sin descanso, resonando, Sandra, Sandra, Sandra…

Ya me encontraba a su lado, a unos centímetros. Continuaba sin darse cuenta de que yo estaba allí, así que le dí un pequeño y leve golpecito en el hombro, y dije: Hola.

Ella se giró, y me respondió con otro hola. No tardé ni un segundo en hacer lo que hacía siempre que la veía. Nuestras miradas se encontraron, por fin el momento ansiado, se encontraron y yo me perdí en sus profundos, nítidos y azules ojos. Unos ojos lindos, más que cualquier otros. Me hundí en ellos, me perdí en los preciosos ojos azules de Sandra.

A continuación ambos nos acercamos más, para darnos dos besos, dos besos que aunque fueran tan inocentes y simples, besos en la mejilla, yo deseaba, deseaba darle ese par de besos. Primero uno en su mejilla izquierda, en este beso su aroma me inundó, me desconcertó. Me recuperé y otro en la mejilla derecha, en este ocurrió algo sorprendente. Su aroma me seguía llenando, no era una aroma a champú o a perfume, era su olor, su esencia. Al darle ese beso me di cuenta de que en la oreja derecha llevaba un auricular, escuchaba música. No me había dado cuenta, ya que su pelo lo escondía inexorablemente. El cable blanco se confundía entre sus mechones rubios, y el auricular quedaba escondido en esa oreja. Me llamó la atención eso, le quedaba genial, con una oreja escuchaba música y con la otra me escuchaba a mí, aunque yo sólo dijera tonterías que ya ni recuerdo.

Se me escapó una sonrisilla, por lo bien que le quedaba, por lo guapa que era, porque me gustaba tal y como era. No me había percatado, pero aún mi mano estaba apoyada en su cintura. Yo había acercado a Sandra un poco a mí para darle los besos, y mi mano se había quedado ahí, aunque creo que ella tampoco lo notó. La retiré rápidamente. Los minutos pasaron velozmente, era hora de despedirse, ya habíamos pasado unos momentos, unos instantes solos en la inmensa mayoría, charlando. Le dije adiós tímidamente con la mano, ella me devolvió el saludo y me dijo con su dulce voz: chaito... Esa última palabra quedó en mí, al igual que quedó su imagen, su rubia cabellera, sus ojos azules, su nariz con un pequeño lunar en el lado, su boca, con otro lunar bajo el labio inferior, su todo. No hacía ni dos semanas que conocía a esta chica, y sin embargo sentía algo poderoso por ella, me inspiraba poesías y relatos bellos, algo que no cualquier mujer podía hacer. Me ponía nervioso al verla. Algo, no sabía, aún no sé el qué, me estaba ocurriendo, algo por ella estaba, estoy sintiendo.

Pedro J. Plaza.

Ojos Verdes.

(A la primera chica de la que

me enamoré en 2011).

Son tus ojos, cariño mío,

Verdes, cual fresca hierba

En una mañana de primavera,

Bañados delicadamente

Por las cristalinas gotas de rocío,

Que dan a mi corazón y a mi alma lo

Que los llena de boca a boca.